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El niño con el pijama de rayas: más que solo palabras en una novela

Por Bárbara Caoa, Profesora y Licenciada en Lengua y Literaturas Modernas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo.

 

En el contexto de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, el escritor John Boyne compara magistralmente la mirada amistosa e inocente de los niños con la de poder y violencia de los adultos.

El niño con el pijama de rayas es una novela escrita por el irlandés John Boyne (1971, Dublín), publicada en 2006. Dos años después, fue adaptada al cine, dirigida por Mark Herman y protagonizada por Vera Farmiga, David Thewlis y Rupert Friend.

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La trama se contextualiza en Alemania (Berlín) y Polonia (Auschwitz), en los tiempos de la segunda guerra mundial. Dividida en veinte capítulos, la historia se centra en Bruno, el hijo de un reconocido oficial nazi, el cual es designado a trasladarse, por motivos laborales, a los campos de concentración en Auschwitz. Es por ello que un día, al volver de la escuela, Bruno se encuentra con María, la criada, haciendo sus maletas. El pequeño de nueve años no quiere irse de su lujosa morada de cinco pisos en Berlín, no desea separarse de sus “tres mejores amigos para toda la vida” ni dejar el colegio, mas la decisión ya está tomada y la familia se muda según lo pactado.

Bruno desentona con su núcleo familiar en muchos aspectos. A simple vista, puede el lector percibir un lado humanitario y amable que los demás no poseen. El niño no distingue entre clases sociales, razas o la división empleados/empleadores. Por ejemplo, en una ocasión, el pequeño le pregunta a María qué opina sobre la mudanza a Auschwitz, a lo que ella contesta que lo que ella opine no es importante. Bruno no comprende por qué la criada no da su opinión, e inclusive escucha con atención y genuino interés cuando la muchacha le relata algo de la historia de su vida. Gretel, su hermana, es, en cambio, insolente y autoritaria (actitudes aprendidas de su padre y del modelo de país que comenzaba a gestarse); exigiéndole en múltiples ocasiones a María, con desdén, que cumpliera las tareas más serviles de la rutina diaria, como la preparación de la bañera. Bruno cree, a diferencia de su hermana mayor, que María no está allí para hacer las cosas que ellos pueden hacer por su propia cuenta.

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Ya instalado en su nueva habitación, el personaje principal descubre, a través de la ventana, una especie de “granja” con muchas personas – niños, adultos, ancianos- todos usando lo que Bruno llama “un pijama de rayas”. El niño, intrigado, pregunta a su  padre quiénes eran esas personas, a lo que el comandante contesta: “Esas personas… bueno, es que no son personas, Bruno. […] No tienen nada que ver contigo. No tienes absolutamente nada en común con ellos…”. Estupefacto, no pregunta nada más y se retira pronunciando las palabras con las que siempre se despedían los soldados: ¡Heil, Hitler!

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Bruno ya no sabe qué hacer con tanto tiempo libre. Aborrece su nueva casa principalmente porque no tiene con quién jugar. El aburrimiento lo consume. Sus tres mejores amigos ya no estaban, sus abuelos tampoco, Gretel -“la tonta de remate”- no jugaba nunca con él. Inclusive hasta llegó a extrañar el colegio. Estas circunstancias lo llevan a fabricar un columpio con un neumático viejo, a  mirar el techo intentando imaginar qué habría detrás… Pero las ideas comenzaban a agotársele. Hasta que un día, durante sus lecciones particulares con el profesor Liszt, recuerda que le fascina explorar, y que en Berlín ya había explorado cada uno de los recovecos de la casa y los alrededores, pero que en Auswitch, aún no. Tenía todo un mundo por descubrir, a pesar de que sus padres le habían prohibido alejarse de la casa pasado un determinado límite. Mas a Bruno le gana la curiosidad, y así comienza la aventura.

Caminando en derredores de la cerca de metal que separa a su familia de la gente con pijama, Bruno divisa una mancha, que resultó ser una persona, que resultó ser un niño. Un niño. Un pequeño de su misma edad, llamado Shmuel. Conversando, los nuevos amigos descubren que tienen muchas cosas en común: los dos tienen nueve años, nacieron el mismo día, y lo más importante: a ambos les gusta jugar. Al no poder cruzar la verja, los chiquillos deciden entretenerse cada uno de su lado, pero juntos. Bruno, en los demás encuentros, le obsequia chocolates, o sándwiches, todas comidas que el pequeño judío hacía mucho tiempo no probaba. Bruno está feliz: al fin encontró un amigo con quien jugar. ¿Podrán continuar su amistad? ¿Será posible algún día jugar del mismo lado de la alambrada?

Boyne deja boquiabierto al lector. Su estilo simple, su prosa ágil y su narración vista desde la óptica de un niño convierten al libro en una pieza única. La inocencia de Bruno -y de Shmuel- al interpretar las crueles situaciones que suceden a lo largo de la historia conmueve a quien lo lee. El candor, la ingenuidad de los niños que no entienden de qué se trata todo aquello; que no comprenden por qué no pueden jugar juntos; por qué algunos llevan un pijama a rayas y otros no; por qué los criados no pueden dar su opinión y por qué los soldados son tan agresivos con las demás personas.

La novela del escritor irlandés refleja más que palabras sueltas en una historia: representa un tramo de nuestra historia mundial tan despiadado, tan brutal, tan inhumano, con niños de por medio: pequeños que, con su corazón puro e inocente, no disciernen lo que verdaderamente sucede y no quieren hacerlo, solo anhelan continuar siendo niños.

Sin embargo, allí está, siempre presente: el adulto, quien, hasta el día de hoy, continúa destruyendo familias, amistades, amores, por intereses económicos, políticos y de poder. Cuántos niños en Siria y en otros países se ven en la misma situación que Bruno y Shmuel, obligados a abandonar su hogar, sus amigos, su escuela, a causa de bombardeos, ataques terroristas, guerras… Qué distinta sería la realidad mundial actual y futura si los adultos pudieran conservar la mirada pura y universal de niños como Bruno y Shmuel.

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