Diario Luján les presenta fragmentos y narraciones de Historias de Luján por Lujaninos, recopiladas por Elvira Ferrari de Rizzi y Rosa Ruiz Huidobro. En esta ocasión Rolando Concatti cuenta el estreno de «Lodo y Armiño».
Por Rolando Concatti
En mi vida, en la mitología familiar y de los viejos lujaninos, esta obra de teatro y las que siguieron tienen un lugar especial. Quisiera resumirla, sin caer en el elogio ni en el sarcasmo.
El Luján de los primeros años 40 era todavía más pueblerino y equívoco que el actual. La ciudad de Mendoza estaba muy lejos, había un colectivo cada 45 minutos, nadie hacía el secundario, salvo “los internados”. (Había tan solo tres colegios secundarios estatales en el centro de Mendoza).
Hacía poco que teníamos radio, y era una ardiente novedad; casi todas “en cadena” con las radios nacionales (creo que había una sola emisora mendocina). El gran tema era la 2ª guerra mundial. Y los radioteatros. De vez en cuando algunas de las novelas radiales eran representadas por elencos bochornosos.
Tengo la idea que Luján era como un lugar en vigilia. Medio aislada, con una clase pudiente que aspiraba a ser aristócrata, con clases sociales muy marcadas.
Mucho cine entonces, la “vuelta del perro” obligatoria los domingos en la plaza, los bailes semanales con orquestitas “en vivo”; salir a la calle a ver pasar los pocos autos como el único remanso gratis para los pobres.
Encima nosotros vivíamos en un contrato, en la cola de los Lotes Gaviola, de calles de tierra y estirpe proletaria, una isla menospreciada por los lujaninos del centro. No había llegado todavía Perón, mandaban los gansos y la policía brava.
Tenía ocho años recién cumplidos en 1942. Un domingo, mirando con mis viejos pasar autos en el carril y disputando con Nidia lo que haríamos con los 5 centavos que eran nuestro premio semanal (si juntarlos para una Rhodesia o cada uno por su lado), un muchacho de familia amiga, el Aldo Ceschin, me vino a buscar en su bicicleta para una prueba de actores en la Parroquia. Tras vacilar un poco, mis viejos me dejaron ir.
Digamos que hasta entonces la Iglesia parroquial era una catástrofe soportada solo por los bienpensantes, con un cura español malísimo, de insultos legendarios y perros intimidantes.
En mi casa, de religión, ni fu ni fa. Papá repetía cada tanto los feroces juicios anticlericales de los anarquistas, que le habían llegado por algún lado; mamá era más escrupulosa, pero solo iba a la iglesia para algún funeral o un espaciado casamiento. Tan solo nos recuerdo rezando fervorosos (salvo mi viejo) a una estampita de la galería, cuando la tormenta de granizo se descargaba y sabíamos que peligraba el sustento, puntualmente.
Por mi parte, me había negado a hacer el catecismo y la primera Comunión, pese a los ruegos de las vecinas, en una de aquellas rebeldías que ya me afloraban, y consecuente con el ateísmo que me ganó de golpe poco antes, cuando se nos murió un caballo que era toda la fortuna familiar.
Fui pues, medio aturdido, al “casting” pueblerino. Conservo el asombro y la timidez al entrar al salón parroquial, para mí enorme, lleno de gente bien vestida; parecía una fiesta. Preparaban una obra de teatro. Eran visibles los nervios, los deseos de participar, las envidias, en aquel lejanísimo y muy modesto anticipo de los castings televisivos actuales. Dirigía todo un cura alto, de rostro bello, ojos muy celestes, en una sotana impecable hasta el exceso, con gestos casi amanerados de tan finos y una clara autoridad incuestionable: el padre Lucini. Estaba revolucionando el pueblo con un catolicismo estilo Hollywood y una demagogia para clase media que hubiera envidiado el actual monseñor Laguna.
Necesitaban un actor infantil, para el papel de un chico de la calle, claro que del siglo 17. Varios habían pasado la prueba sin éxito, alguno incluso en aquel momento, delante de mí. Cuando me tocó, por alguna razón, mi actuación les encantó: en particular al cura y al Intendente, que estaba en el jurado. Quedé incorporado, aunque nadie me preguntó si yo quería.
En casa la actriz consumada era la Nidia, que recitaba muy bien, y que se prendía en cuanta cosa organizaran las maestras en la escuela.
Con los ensayos me enteré del desarrollo de la obra, que hoy me parecería bastante tonto, pero que entonces me deslumbró como deslumbraría a los espectadores. Contaba los santos procederes de un noble, Luis de Gonzaga, que terminaría haciéndose religioso, quien actuaba y hablaba con modos enfáticos, como si el amaneramiento fuera la señal de estar tocado por la varita de la santidad.
En uno de sus tantos gestos magnánimos recoge un día a chicos que estaban apaleando en la calle y los refugia en el Palacio, logrando con el paso de los días adecentarlos físicamente y sobre todo espiritualmente.
El título de la obra lo decía todo: “Armiño y lodo”; en la gruesa metáfora de que el armiño de los grandes se inclinaba a rescatar a los pobres del lodo. Y que la santidad de la iglesia se inclinaba sobre el pecado.
El asunto es que entre los 4 o 5 chicos rescatados había uno particularmente travieso, mal educado, Jeromín; ese era mi papel. Desde luego que sería el más converso de todos, en un desarrollo que no escatimaba risas y emociones, golpes bajos de efecto también.
En realidad el asunto era protagónico sólo en el primer acto de tres. Pero como en los ensayos anduvo muy bien y el cura Lucini era además el autor del texto, sobre la marcha fue agregando escenas con el travieso Jeromín, que de secundario pasó a ser primario.
El éxito de público fue muy grande, inédito. Hay que decir que Lucini era también un pícaro; se las arregló para que de algún modo trabajara en algo al menos un miembro de las familias pudientes o representativas, y con ello el apoyo, la asistencia masiva. Al principio y al medio de la obra había un baile de aristocracia, así que numerosas parejas de lujaninos pudieron exhibir en el escenario trajes de alcurnia renacentista, en telas carísimas, que las modistas y las madres de familia cosieron con ansiedad, con orgullo.
Los actores también vestíamos trajes de época, muy elaborados. El cura agregó en la obra numerosas entradas y salidas de embajadores con sus escuderos o acompañantes, así que todo lujanino que no fuera un pobre diablo de solemnidad tuvo su cuarto de hora de mannequin florentino con pasarela y todo.
Yo, que en la vida real no tenía un solo traje con saco (y no lo tuve hasta mucho después), me vi de pronto, al final de la obra, vestido de raso, seda y pechera almidonada. Claro que después volvía a la casita del contrato.
A lo mejor me marcaba el alma sin que me diera cuenta. La fascinación, el orgullo, la vanidad; pero también la culpa, los violentos contrastes, las repugnancias del desclasamiento.
Pero no quiero ser injusto. Este acontecimiento, tan pequeño, puede haber sido el más importante de mi vida. Porque el éxito fue muy grande, más con las varias repeticiones y el traslado a otros departamentos. Jeromín “se comió” la obra y, como un detalle: hubo que cambiarle el nombre: de “Armiño y Lodo”; hubo que llamarla “Lodo y Armiño”.
Por otra parte, pequeñas injusticias, alguna crueldad que hasta el día de hoy no perdono. El cura Lucini, con lógica explicable, aplicó una regla: regalaba una sola entrada por actor, para los familiares. Era la forma y el gancho para que todos los otros parientes pagaran entradas y asegurar la recaudación, que por otra parte tenía el destino de una biblioteca y las obras de caridad. La entrada valía 1,05 pesos, una barbaridad para nosotros. La de regalo fue para mamá, y compraron la de Elba y Nidia. Mi papá no quiso pagarla, justamente indignado, y se mantuvo firme.
Yo esperaba, ingenuo o envanecido por mi presunto primer lugar, que Lucini se la mandaría a último momento. Pero no lo hizo, a lo mejor ni se acordó. Yo me recuerdo, en el largo, interminable aplauso final, como mirando un paisaje tras la lluvia. Estaba mi mamá, pero no estaba mi papá, y eso era lo que el niño de las aclamaciones deseaba y necesitaba más que cualquier otra cosa.
Después siguieron más obras, circunstancias dulces con varias amargas. No es el momento de fatigar con ellas.
Quise recordar un momento singular en la historia del pueblo. Casi me animaría a decir que fue la irrupción de lo mediático. También de sus ambigüedades. Estábamos en la bisagra del siglo pasado. Casi nadie lo sospechaba.
Fuente: Concatti, Rolando, “Lodo y Armiño”, en Ruiz Huidobro, Rosa: “Historia de Luján por lujaninos”, volumen 1, Ed. Zeta Editores, Mendoza, 2008.
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